jueves, 13 de enero de 2011

Sueño

Yo, que soy una insomne de pro y convencida, he estado soñando. O eso creo. Lo que son las cosas. No era de noche, ni siquiera estaba metida en la cama. Estaba aquí, en este mismo sitio tomando un café cargado para permanecer despierta, sí, aquí, sentadita en esta misma silla incómoda de madera, que ya le podrían poner un cojín por lo que cobran por un café solo. Tomaba café y miraba las musarañas sin que ellas se dieran cuenta, con la calma que da la enésima dosis de cafeína. Estaba pensando en cualquier cosa, supongo que en el tiempo, lo lejos que queda aún la primavera, o en algo más trascendental, cómo hago el pollo hoy, al curry o con almendras. Sentí que me dormía y apuré el resto de mi café de un trago, creo que ahora tengo quemaduras de tercer grado en la lengua y en el esófago, pero cualquier cosa antes que quedarme dormida. Fui a buscar otro café, que también ardía, las quemaduras se extendieron a la yema de los dedos de mi mano izquierda. Horror, cuando volvía a la mesa ya no estaba libre y no quedaba ninguna más desocupada. Si no apoyo la taza en algún sitio mis dedos serán irrecuperables, pensé. Así que lo dejo en la primera mesa que tengo al alcance, sin reparar quién se sentaba allí: Una mujer de mediana edad que casi me mata con las cejas pintadas de marrón, supongo que debajo habría unos ojos, pero yo sólo vi cejas de cera plastidecor, Disculpe, es que me estaba quemando. Las cejas dejaron de mirarme. Oí desde la mesa que estaba en la esquina, ven, yo te hago un sitio y ahí me senté sin muchas ganas de entablar ninguna conversación. Está bueno el café de aquí, mmm, demasiado caliente, mmm sí, parece que hoy no va ha llover, mmm no, ¿no tienes ganas de hablar con un desconocido?, mmm sí bueno no sé, me llamo Germán ¿y tú?, mmm bueno Ana por ejemplo. Y se echó a reir. Y nos reímos los dos, sabiendo que ninguno había dicho la verdad, que no la diríamos y que no era necesario decirla. Así que permanecimos un largo rato callados, bebiendo cada uno de la taza equivocada y sonriendo. No hace falta que te diga nada, querida “Ana”, vámonos de aquí, a cualquier otra parte, donde el café no queme y no haya cejas de plastelina. No nos conocemos y eso es lo mejor. Podemos ser quien queramos donde queramos, sin historia, podemos reiventarnos a nuestra manera. ¿Tú quién querrías ser, por ejemplo? ¿Yo? Ana, sólo Ana, que es un nombre simple y capicúa. Es muy tentador lo que me sugieres, es un sueño no soñado hecho realidad, lo que siempre pedí a la vida. Pero soy Ana, una insomne por vocación y voy a pedir otro café.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Confianza

La vida, la supervivencia, es cuestión de confianza. Dejamos nuestras frágiles existencias en manos de terceros más a menudo de lo que somos conscientes, más de lo que nos gustaría. Hay que confiar en el médico que nos hace el diagnóstico, en el conductor del autobús, en el cocinero que prepara el menú de día a 10 euritos, en el arquitecto que diseñó nuestra casa y en el ingeniero que construyó el puente que cruzamos cada día. Y es así. Y no nos planteamos nada más, ni lo pensamos, seguimos como si nada, como si no pudiera existir ningún peligro, con una confianza ciega, infinita, con fe.

Pero todo lo que compete a la vida personal es bien distinto. Esa no es una confianza ciega, es empirista, positiva. Y basta con que en un momento, en un microsegundo algo pase para que se rompa definitivamente. Y ya puedes hacer lo que quieras, puedes estar toda una vida demostrando lo contrario, que desde ese microinstante todo cambia para siempre. Ahora son todo recelos, intranquilidad. Ya nunca más volveré a creerte y, aunque me lance a una piscina sin agua en plan kamikaze, aunque intente hacer como que no pasa nada, jamás volveré a creerte como lo hacía antes. Y poco a poco me iré decepcionando. Es como encontrar la luz, de repente todo se ve claro y una se da cuenta de cosas que antes obviaba. Ahora cualquier signo puede ser malinterpretado, usado en tu contra. Y no me intentes convencer con vehemencia, que te creeré menos. Pero todavía es peor cuando pasa más de una vez.

Hace mucho que no te creo. Y la verdad, ya me importa bien poco, sé que mentirás de todas formas. Ha llegado el tiempo de que no me creas tú a mí.

28 Noviembre 1996

Me miro los pies. Tengo puestos unos botines negros de cordones, bastante masculinos y bastante cómodos, últimamente no me calzo otra cosa. Pero estoy deseando quitármelos, mi reino por estar descalza. Ojalá se vaya de aquí ya toda esta gente, este millón de cuerpos sin cara y sin nombre, aún siguen en mi salón y ya no me acuerdo de ellos. Está bien, agradezco el gesto, somos todos tan educados: ellos por venir y yo por no descalzarme. Pero no miro a nadie, sólo mis pies, sólo sigo con los ojos el recorrido de la lazada que me ata a ellos.

Hoy llegué más tarde a casa, pero fui buena, comí y dejé un mensaje en el contestador. El día ha sido raro. A primera hora no me sentía muy bien y contestaba todas las preguntas, cosa rara en mí. Sé que me preguntaré toda la vida si los tiempos coincidieron. Nunca lo sabré. Luego me perdí en el día y nadie pudo localizarme, como siempre, nunca nadie me localiza, vaya superpoder más raro tengo. "Estoy bien, no os preocupéis", qué paradoja.

La puerta está abierta. Qué raro... Mamá está fuera. Me mira. Me abraza. Sólo tres palabras: "No hubo suerte", no hizo falta más y yo paso derrumbando, golpeando y pisando a toda esa cantidad de cuerpos extrañamente conocidos que quieren tocarme. No sabía que el pasillo maldito fuera tan largo, pero llego a mi cuarto, que aún no es rojo, y me estrello contra la cama a llorar. No sé si me oyen o no, si está bien o mal, pero lloro con una fuerza brutal, ancestral, lloro por mí y por todos no sé cuánto tiempo. Mi cabeza me grita "tienes que ser fuerte", me levanto, me seco las lágrimas y salgo. Saludo a todos sin excepción, soy una señorita de pro, y me siento en el sofá.

Ya no voy a recordar nada más. Quiero quitarme mis queridos botines cuanto antes. Hay gente que se va, pero llega más. Ya ni me levanto. Sólo miro mis pies, encerrados, que muevo de vez en cuando para ser más consciente de ellos y para evitar que se duerman y ya no sentir definitivamente nada. Me alegro de no despedirme, no voy a hacerlo nunca, me alegro de tener cosas pendientes. Ya no lo soporto más, me aprietan los pies.

Es raro, mi padre acaba de morir y yo sólo pienso en descalzarme.

viernes, 29 de octubre de 2010

Manifiesto.

Yo, Lotte, mayor de edad y en imperfecto estado de mis facultades manifiesto estar harta. De muchas cosas. Harta de los enfados, de ser una histérica. Harta de tener que estar agradecida por haber estudiado en un colegio de curas o porque una vez cada dos días pongas la lavadora. Harta de deberle la vida a mi madre y dinero al banco (¿o es al revés?). Cansada de no dormir. De hacer planes con ilusión para desilusinarme después. Harta de la mentira que me contaron y de la mentira que vivo. Harta de tomar decisiones que luego son incorrectas, aunque nadie más las tome. De buscar y no encontrar o perder o que me lo quiten. Harta de mis tres kilos en las caderas, de no poder fumar. Cansada de no dormir en el sofá. De querer vivir por encima de todo y no poder. Harta de querer gritar y no poder, de querer quejarme y no poder. Harta de no haber sido una conformista ignorante y feliz. Harta de encontrar siempre la verdad por pura casualidad. Harta de mis mañanas sola y de mis noches aún más sola. Cansada de la mala educación, la incultura y los foros de internet. Harta de todo lo que fue y de lo que pudo haber sido, de un brillante futuro que quedó opaco. Harta de sonreír sin ganas. Harta.

Estoy harta y cansada. Creo que tendré que comprarme otro par de zapatos.

sábado, 24 de julio de 2010

Frío de verano.

Hace calor, dijo mientras volvía a poner el aire acondicionado a bajo cero. Pero es que yo tengo frío, mira estoy envuelta en una manta. Es verano y hace calor, te aguantas. Total, qué más da, el frío no viene de fuera, viene de dentro. Así estamos, bajo cero, con las cortinas echadas para que no entre nada de luz que pueda descongelar el salón. Así estoy, con resaca de una noche de pelea de gallos, con dolor de cabeza y un chichón encima del ojo derecho. Pero seguramente también eso será mentira. Por lo visto en mi locura he llegado a un punto en el que no distingo la ficción de mi cabeza de la realidad de la suya. Y si no estoy loca aún, seguramente lo esté en cualquier momento. Me muero de frío... ¿Cómo contar esto de otra manera, sin caer en el victimismo ni en lugares comunes? Pero dicen que hace calor, lo ha dicho el hombre del tiempo en la tele, loca, no puedes tener frío. Y me hago más un ovillo, me enredo en mí misma para buscar un lugar seguro donde no haya gritos, ni insultos, ni golpes en la cabeza, donde alguien (yo misma) me abraza. Pienso en salir corriendo, pero no sé dónde, ni cómo, ya no estoy sola. Cierro los ojos y recreo mi escena, desnuda en una cama alta, mi espalda es acariciada y escucho sos un dulce... y me siento viva.

Abro los ojos, tengo hambre, podrías prepararme el almuerzo, por favor? Haré sopa, aunque sea verano.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Rencor

Durante toda su vida Ezequiel pensó que su madre no era más que aquella mujer que le preparaba la comida, casi siempre demasiado cruda para su gusto, y que se empeñaba en que se comiera ese famoso bizcocho que rara era la vez que no se quemaba en el horno. Nunca le prestó más atención que esa y la que no le quedaba más remedio cuando su padre gritaba y decía que no era más que una histérica, medio inútil, puta como ninguna y, por supuesto una enferma mental. Como ella jamás se callaba y alzaba aún más su voz, Ezequiel creyó que verdad su madre era así, por lo que no se sentía para nada orgulloso de ella y trataba de evitarla delante de muchas de sus amistades, no fuera a ser que le diera uno de esos ataques de ira y locura a los que su pobre padre no parecía acostumbrarse. O bien estaba tan acostumbrado que se moría de risa cada vez que la oía decir que se iba a ir, y esa vez para siempre y que ya la echaría de menos y le pediría que volviera, como aquella maldita vez, que si lo llega a saber...

Ezequiel siempre intuyó que su madre guardaba secretos, pero no sabía cuáles. En casa ella no tenía apenas intimidad, pero sí una especie de templo sagrado al que nadie entraba nada más que porque allí no podría haber nada interesante: una habitación con una estantería llena de libros y un armario pequeño y blanco. La mamá de Ezquiel de vez en cuando se encerraba en esa siniestra estancia con uno de los cuadernos que tenía en la cocina para anotar supuestas recetas que jamás nadie había comido en esa casa. Cosas de loca, pensaban. Podía pasar horas allí, a veces se la oía reir, otras llorar y otras caminar ruidosamente. Ezequiel jamás entró allí, total, para qué.

Un día que llevaba muchas horas solo vio la puerta de aquella habitación y sin saber muy bien porqué, entró. Allí estaba la inmensa estantería llena de libros y el armario blanco con una puerta entreabierta que invitaba a mirar... Y miró. Encontró mil pares de zapatos, de todos los colores, todos sexis zapatos de mujer, con tacones imposibles, zapatos de cabaretera, o de puta. No podía creer que semejante colección de zapatos pertenecieran a la misma persona, y menos a su madre, esa mujer que en casa caminaba descalza o, como mucho con unos calcetines viejos. Pero parecía que sí, eran de ella. Y en cada caja, anotada a modo de recodatorio, una fecha y una frase: "30/marzo/2006, tocando el cielo", "11/junio/2006, raptando a Europa", "03/ Enero/2007, bajada a los infiernos", "14/septiembre/2007, adiós maldito avión", "01/junio/2008 nunca jamás", "28/junio/2008, ¿sólo sexo?", "13/febrero/2009, arroz con queso", "15/marzo/2009, nunca más seré yo sola"... Y a partir de ahí, las novecientas noventa y dos restantes cajas, cada una una fecha pero la misma frase "no te perdonaré jamás".

Aún con la bocaza abierta, Ezequiel cerró la pueta de ese armario de mil cenicientas y tropezó con la estantería, agarró uno de aquellos libros, lo abrió y vio una dedicatoria del puño y letra del propio autor: "para mi hermosa walkiria que...". No quiso seguir leyendo, cerró el libro de un golpe y lo tiró al suelo, como si le quemara. Al azar cogió otro libro y de nuevo otra dedicatoria de otro autor: "Para X, que comparta siempre su alegría y su amor" ¿Alegría? ¿Qué alegría? Su madre no era alegre, ¡era una idiota!. Tercer libro, lo mismo: "no se puede conducir un Ferrari a 20 kms por hora, un beso..." Otro: "R O M A". Quiso ser Torquemada y hacer una hoguera con todos esos libros. Y de paso, con su madre, por hereje, por tener dedicatorias prohibidas en aburridos libros.

Ezequiel se sentó en el suelo. Junto a él, una enorme pila con todos los cuadernos que su madre usaba para escribir recetas de cocina que nunca le salían bien. Pensó que lo mejor que podía hacer es buscar la del dichoso bizcocho que se quemaba y recordar que su madre era una inútil y plantarle en la cara la temperatura correcta para que el bollo de marras saliera como dios manda. Abrió el primero. Sin duda era la letra de su madre, pero sin duda aquello no era una receta de cocina, era una especie de diario hecho con cuentos, algunos inacabados. Y se puso a leer. Leyó incluso cuando ya no había luz. Leyó historias de amor, de sexo puro, de soledad, de noches etílicas. Leyó que algo pasó pero no pudo entender qué. Los cien últimos cuadernos sólo tenían una frase repetida con la letra endemoniada de un demente, de su madre: "no te perdonaré jamás".

Tardó siete días en reaccionar, justo cuando su madre volvió a quemar el bizocho de la merienda. Se levantó, la miro en el centro justo de su mirada perdida, la abrazó y le dijo: "espero que a mí sí me perdones".

martes, 8 de septiembre de 2009

Recordatorio.

Buscando mis instintos, esos que debiera tener y no tengo, esos que harían de mi una mujer como es debido, esos que dicen que en la vida hay que tener algo más que zapatos y libros, me olvidé de cosas que siempre me causaron satisfacción. Buscando mi vena maternal, mi instinto de protección, me olvidé de proteger y cuidar lo que he sido. Quién te ha visto y quién te ve... Y no es que ahora pretenda cerrar los bares y caminar quince centímetros por encima del suelo, pero no puedo aspirar a olvidar lo que soy. Bastantes cosas me parece que he tenido que ir soltando en el camino, que si miro alrededor, a veces pienso que estoy a punto de conertirme en todo aquello que siempre he repudidado. Y estoy de acuerdo que a veces no queda otra que pasar por el aro, que por muy idealista que sea una, tiene que adaptarse a las nuevas situaciones para poder sobrevivir, pura selección natural. Pero no debo olvidar mi esencia. Esa que me hizo pelear, romper y llorar. Aquí estoy, con nueve kilos más, en un cuerpo que apenas reconozco, tratando de asumir que en breve mi vida cambiará para siempre, pero intentando acoplar aquello que siempre fui a la nueva situación. Un puzzle con piezas correctas que no terminan de encajar. Siempre odié los puzzles, me ponen muy nerviosa. Está claro que mi sueño de ser una gran cuentista cada vez está más lejos, pero tengo que recordar lo feliz que me hacía soñar...

Y aunque sea políticamente incorrecto, creo que no puedo evitar ser la que soy. Mujer por encima de todo, por encima de la maternidad y del amor. Áquella que vivía la vida con placer sexual, que tenía una mente libre llena de cosas a las que jamás nadie conseguirá acceder. A ver si consigo saber cómo se compagina esto con el olor dulzón de colonia de bebé...

Jamás me gustó estar encerrada, siempre lo odié.