martes, 2 de septiembre de 2008

Fly me to the moon


Estoy apartada del mundo, lejos, en un lugar donde no se escuhan aviones. Por fin no escucho aviones ni a nadie que hable sobre ellos. Toda la vida entre aviones, desde antes de nacer incluso, y ahora no puedo soportarlos. Desde el 20 de Agosto todo el mundo habla sin parar de ellos, vierte culpas a quien sea sin saber, lo imporante es buscar el culpable, no importa el daño que pueda hacer. De golpe todos los que trabajamos entre aviones somos demonios, poco profesionales y con poco respeto a la vida. Es muy triste oir todo eso. Caminas por el aeropuerto y algunos pasajeros te increpan, menos mal que ya no llevo uniforme. Nadie habla de nosotros, los que nos pasamos aquel día más de veinte horas allí, los que no hemos podido dormir ni casi comer en diez días. No hablan de mis compañeros voluntarios, que han estado a plena disposición todo este tiempo, viendo y oyendo cosas que a nadie le gustaría. No dicen que muchos de nosotros hemos tenido que acudir al servicio psicológico. No dicen lo duro que es trabajar cuando ocurre una catástrofe y estás en el punto de mira. No hablan de las personas de baja porque no pudieron aguantar la presión. Dudan de nuestra profesionalidad. Nos podrán tachar de muchas cosas, podrán decir que hay retrasos, overbooking, pero no es cierto que dejemos la seguridad de lado, es nuestra prioridad absoluta. Estaría bien que muchos de los que hablan supieran qué es lo que realmente ocurre en la escala de un avión, que vieran que nada, absolutamente nada, se deja fuera de control. Para que un vuelo despegue, se mide y se pesa todo, a muchos les llamaría la atención. Me prohibieron ver las noticias, pero es inevitable... Ahora cosas que ocurren todos los días en todas las compañías del mundo saltan a la palestra con nombre propio. Nuestras declaraciones a las autoridades se publican parcialmente en los periódicos, incluso con los nombres de las personas que las hicieron. Es my triste, muy desalentador.

No todo el mundo lo entiende, ni tiene por qué. Mi madre no entiende que me sienta mal, no entiende que no quiera hablar, ni que haya desaparecido en estos días.

Ahora estoy en un lugar donde la gente no habla mi idioma. Aquí no se oyen aviones, como en mi casa, ni si quiera se nombran. Aquí la vida pasa despacito, no hay prisa por ir a ningún lado. Sólo se oyen a las vacas que hay abajo, en el campo. Y yo sólo quiero dormir. Estoy muy cansada y no tengo ganas de nada, sólo me apetece dormir. Y cosa rara, estoy durmiendo mucho, más de doce horas diarias. Cuando no duermo, trato de recuperar el apetito comiendo cosas ricas de la tierra. Y leo. Leo cuentos de lagartos que son dioses y de dioses que son demonios. No quiero volver. Quiero quedarme aquí sola, sin hacer nada. Aquí no hay estelas en el cielo. Estoy en un castillo medieval y no soy una princesa. La otra tarde bajé a ver unos menhires de más de 4000 años de antigüedad, me abracé a uno de ellos a ver si me regalaba algo de su energía milenaria, pero como siempre he sido muy escéptica, no he sentido nada. Y paseo por mi foraleza de calles empinadas, aunque poco, porque me canso mucho.

No quiero volver, aunque en algún momento tenga que hacerlo. Una parte de mí quiere seguir con su rutina de muchos años, convencida de mi profesionalidad y de lo bien que se me dan las cosas que hago. La otra parte tiene miedo. La parte cobarde gana de momento la batalla.

Aquí no se oyen ni se ven aviones. Pero lo cierto es que siempre me gustó volar.