jueves, 9 de diciembre de 2010

Confianza

La vida, la supervivencia, es cuestión de confianza. Dejamos nuestras frágiles existencias en manos de terceros más a menudo de lo que somos conscientes, más de lo que nos gustaría. Hay que confiar en el médico que nos hace el diagnóstico, en el conductor del autobús, en el cocinero que prepara el menú de día a 10 euritos, en el arquitecto que diseñó nuestra casa y en el ingeniero que construyó el puente que cruzamos cada día. Y es así. Y no nos planteamos nada más, ni lo pensamos, seguimos como si nada, como si no pudiera existir ningún peligro, con una confianza ciega, infinita, con fe.

Pero todo lo que compete a la vida personal es bien distinto. Esa no es una confianza ciega, es empirista, positiva. Y basta con que en un momento, en un microsegundo algo pase para que se rompa definitivamente. Y ya puedes hacer lo que quieras, puedes estar toda una vida demostrando lo contrario, que desde ese microinstante todo cambia para siempre. Ahora son todo recelos, intranquilidad. Ya nunca más volveré a creerte y, aunque me lance a una piscina sin agua en plan kamikaze, aunque intente hacer como que no pasa nada, jamás volveré a creerte como lo hacía antes. Y poco a poco me iré decepcionando. Es como encontrar la luz, de repente todo se ve claro y una se da cuenta de cosas que antes obviaba. Ahora cualquier signo puede ser malinterpretado, usado en tu contra. Y no me intentes convencer con vehemencia, que te creeré menos. Pero todavía es peor cuando pasa más de una vez.

Hace mucho que no te creo. Y la verdad, ya me importa bien poco, sé que mentirás de todas formas. Ha llegado el tiempo de que no me creas tú a mí.

28 Noviembre 1996

Me miro los pies. Tengo puestos unos botines negros de cordones, bastante masculinos y bastante cómodos, últimamente no me calzo otra cosa. Pero estoy deseando quitármelos, mi reino por estar descalza. Ojalá se vaya de aquí ya toda esta gente, este millón de cuerpos sin cara y sin nombre, aún siguen en mi salón y ya no me acuerdo de ellos. Está bien, agradezco el gesto, somos todos tan educados: ellos por venir y yo por no descalzarme. Pero no miro a nadie, sólo mis pies, sólo sigo con los ojos el recorrido de la lazada que me ata a ellos.

Hoy llegué más tarde a casa, pero fui buena, comí y dejé un mensaje en el contestador. El día ha sido raro. A primera hora no me sentía muy bien y contestaba todas las preguntas, cosa rara en mí. Sé que me preguntaré toda la vida si los tiempos coincidieron. Nunca lo sabré. Luego me perdí en el día y nadie pudo localizarme, como siempre, nunca nadie me localiza, vaya superpoder más raro tengo. "Estoy bien, no os preocupéis", qué paradoja.

La puerta está abierta. Qué raro... Mamá está fuera. Me mira. Me abraza. Sólo tres palabras: "No hubo suerte", no hizo falta más y yo paso derrumbando, golpeando y pisando a toda esa cantidad de cuerpos extrañamente conocidos que quieren tocarme. No sabía que el pasillo maldito fuera tan largo, pero llego a mi cuarto, que aún no es rojo, y me estrello contra la cama a llorar. No sé si me oyen o no, si está bien o mal, pero lloro con una fuerza brutal, ancestral, lloro por mí y por todos no sé cuánto tiempo. Mi cabeza me grita "tienes que ser fuerte", me levanto, me seco las lágrimas y salgo. Saludo a todos sin excepción, soy una señorita de pro, y me siento en el sofá.

Ya no voy a recordar nada más. Quiero quitarme mis queridos botines cuanto antes. Hay gente que se va, pero llega más. Ya ni me levanto. Sólo miro mis pies, encerrados, que muevo de vez en cuando para ser más consciente de ellos y para evitar que se duerman y ya no sentir definitivamente nada. Me alegro de no despedirme, no voy a hacerlo nunca, me alegro de tener cosas pendientes. Ya no lo soporto más, me aprietan los pies.

Es raro, mi padre acaba de morir y yo sólo pienso en descalzarme.