Durante toda su vida Ezequiel pensó que su madre no era más que aquella mujer que le preparaba la comida, casi siempre demasiado cruda para su gusto, y que se empeñaba en que se comiera ese famoso bizcocho que rara era la vez que no se quemaba en el horno. Nunca le prestó más atención que esa y la que no le quedaba más remedio cuando su padre gritaba y decía que no era más que una histérica, medio inútil, puta como ninguna y, por supuesto una enferma mental. Como ella jamás se callaba y alzaba aún más su voz, Ezequiel creyó que verdad su madre era así, por lo que no se sentía para nada orgulloso de ella y trataba de evitarla delante de muchas de sus amistades, no fuera a ser que le diera uno de esos ataques de ira y locura a los que su pobre padre no parecía acostumbrarse. O bien estaba tan acostumbrado que se moría de risa cada vez que la oía decir que se iba a ir, y esa vez para siempre y que ya la echaría de menos y le pediría que volviera, como aquella maldita vez, que si lo llega a saber...
Ezequiel siempre intuyó que su madre guardaba secretos, pero no sabía cuáles. En casa ella no tenía apenas intimidad, pero sí una especie de templo sagrado al que nadie entraba nada más que porque allí no podría haber nada interesante: una habitación con una estantería llena de libros y un armario pequeño y blanco. La mamá de Ezquiel de vez en cuando se encerraba en esa siniestra estancia con uno de los cuadernos que tenía en la cocina para anotar supuestas recetas que jamás nadie había comido en esa casa. Cosas de loca, pensaban. Podía pasar horas allí, a veces se la oía reir, otras llorar y otras caminar ruidosamente. Ezequiel jamás entró allí, total, para qué.
Un día que llevaba muchas horas solo vio la puerta de aquella habitación y sin saber muy bien porqué, entró. Allí estaba la inmensa estantería llena de libros y el armario blanco con una puerta entreabierta que invitaba a mirar... Y miró. Encontró mil pares de zapatos, de todos los colores, todos sexis zapatos de mujer, con tacones imposibles, zapatos de cabaretera, o de puta. No podía creer que semejante colección de zapatos pertenecieran a la misma persona, y menos a su madre, esa mujer que en casa caminaba descalza o, como mucho con unos calcetines viejos. Pero parecía que sí, eran de ella. Y en cada caja, anotada a modo de recodatorio, una fecha y una frase: "30/marzo/2006, tocando el cielo", "11/junio/2006, raptando a Europa", "03/ Enero/2007, bajada a los infiernos", "14/septiembre/2007, adiós maldito avión", "01/junio/2008 nunca jamás", "28/junio/2008, ¿sólo sexo?", "13/febrero/2009, arroz con queso", "15/marzo/2009, nunca más seré yo sola"... Y a partir de ahí, las novecientas noventa y dos restantes cajas, cada una una fecha pero la misma frase "no te perdonaré jamás".
Aún con la bocaza abierta, Ezequiel cerró la pueta de ese armario de mil cenicientas y tropezó con la estantería, agarró uno de aquellos libros, lo abrió y vio una dedicatoria del puño y letra del propio autor: "para mi hermosa walkiria que...". No quiso seguir leyendo, cerró el libro de un golpe y lo tiró al suelo, como si le quemara. Al azar cogió otro libro y de nuevo otra dedicatoria de otro autor: "Para X, que comparta siempre su alegría y su amor" ¿Alegría? ¿Qué alegría? Su madre no era alegre, ¡era una idiota!. Tercer libro, lo mismo: "no se puede conducir un Ferrari a 20 kms por hora, un beso..." Otro: "R O M A". Quiso ser Torquemada y hacer una hoguera con todos esos libros. Y de paso, con su madre, por hereje, por tener dedicatorias prohibidas en aburridos libros.
Ezequiel se sentó en el suelo. Junto a él, una enorme pila con todos los cuadernos que su madre usaba para escribir recetas de cocina que nunca le salían bien. Pensó que lo mejor que podía hacer es buscar la del dichoso bizcocho que se quemaba y recordar que su madre era una inútil y plantarle en la cara la temperatura correcta para que el bollo de marras saliera como dios manda. Abrió el primero. Sin duda era la letra de su madre, pero sin duda aquello no era una receta de cocina, era una especie de diario hecho con cuentos, algunos inacabados. Y se puso a leer. Leyó incluso cuando ya no había luz. Leyó historias de amor, de sexo puro, de soledad, de noches etílicas. Leyó que algo pasó pero no pudo entender qué. Los cien últimos cuadernos sólo tenían una frase repetida con la letra endemoniada de un demente, de su madre: "no te perdonaré jamás".
Tardó siete días en reaccionar, justo cuando su madre volvió a quemar el bizocho de la merienda. Se levantó, la miro en el centro justo de su mirada perdida, la abrazó y le dijo: "espero que a mí sí me perdones".